
El protagonista tiene una idea feliz: organizar una fiesta con los hijos y los nietos, con los amigos de toda la vida, con aquel compañero de mus, o aquel otro que conocimos en la mili… y que aún nos sigue escribiendo.
En esa reunión donde el recuerdo se funde con el cariño, la vida se adorna con todo lo bueno que hemos vivido… La hija sonríe: «Siempre me leías el mismo cuento, pero cada noche hacías que fuera distinto«. Y la esposa, que vivió su juventud en los años 50, suspira: «A mí siempre me has recordado a Sinatra…». Y el amigo futbolero, que saca a relucir su memoria de elefante: «25 de julio del 52. ¡Qué golazo metió Di Stéfano!…».
Sí, la vejez es el tiempo donde las cosas se remansan, y todo lo bueno que uno ha sembrado florece en todo su esplendor: tal vez más apagado, pero con un afecto infinito. La sociedad camina de prisa, y con frecuencia se olvida de esas personas que parecen inmóviles, pero que un día lucharon, trabajaron, y sufrieron… Y compartieron guerras y hambre… Y se sacrificaron lo indecible para formar una familia y sacar adelante a su país.
No nos olvidemos de ellos. Porque ellos se acuerdan muy bien de cuando nosotros éramos pequeños. Disfrutan recordando cuánto les necesitábamos… y siguen recordándonos cada día, aunque ahora no se acuerden de lo que han hecho esta misma mañana.